Según Prince y col. (2007),
aproximadamente un 14% de la carga global de las enfermedades puede
atribuirse a trastornos neuropsiquiátricos, la mayoría de ellos, debidos
a problemas de naturaleza crónica como, por ejemplo, la depresión. Se
calcula que los costes totales de los trastornos mentales suponen el 3-4% del PIB de la Unión Europea, mientras que los de la depresión por sí sola constituyen más del 1% del PIB (García Gómez y col., 2010).
De hecho, la depresión se considera, hoy en día,
la principal causa de discapacidad en todo el mundo, contribuyendo de
forma muy importante a la carga mundial general de morbilidad y
mortalidad y se prevé que en el año 2030 será la principal contribuyente de la carga de morbilidad
(OMS, 2011). A este respecto, los resultados del estudio ESEMeD-España
-que evalúa la epidemiología de los trastornos mentales en población
general española-, revelan una prevalencia de depresión del 10,55% a lo
largo de la vida y de un 3,96% anual, estimando un incremento
considerable de estas cifras en el futuro (Haro y col., 2006).
A pesar del coste y el impacto negativo y prolongado en
la calidad de vida de las personas (UK700 Group 1999) de los trastornos
mentales, así como de la existencia de una amplia gama de intervenciones
rentables para su tratamiento y prevención (Campion y Fitch, 2012), menos del 10% de las personas con trastornos mentales en Europa reciben un tratamiento teóricamente adecuado, una brecha de intervención cuyo coste anual es enorme (Wittchen y col., 2011).
Por ende, la carga de los trastornos mentales sigue incrementándose, con grandes repercusiones
en la salud, además de importantes consecuencias sociales, económicas y
para los Derechos Humanos en todos los países del mundo, que,
consecuentemente, se agravan cada vez más (OMS, 2013).
Este panorama, pone de relieve la necesidad de invertir en la promoción de la salud mental y la prevención de problemas de salud mental, una solución altamente rentable, según sugiere un análisis de 2007: “la
promoción del bienestar y la prevención eficaz de los problemas de
salud mental podrían evitar costes de por vida de 116.000 € y 232.000 € a
cada beneficiario individual” (Friedli y Parsonage, 2007).
Así lo indica también la OMS en su Atlas de la Salud Mental (2018), donde manifiesta la importancia de invertir en salud mental, tanto para la salud como para las economías.
A este respecto, recuerda que cada dólar invertido en el tratamiento de
trastornos mentales comunes, como la depresión y la ansiedad, supone un
retorno de 4 dólares, en una mejor salud y bienestar. Por el contrario,
advierte, “no actuar es costoso”, señalando que la falta de intervención en este tipo de trastornos puede resultar en una “pérdida económica mundial de un billón de dólares anuales”.
En la misma línea, son muchos los estudios relativos a
la promoción de la salud mental y la prevención de los trastornos
mentales, que han manifestado que la implementación de programas y políticas de promoción de la salud mental pueden ser eficaces y conducir a una mejora de la salud–y,
específicamente, la salud mental-, así como del desarrollo social y
económico (esto último, avalado por la Unión Europea en 2010) (Price y
col., 1992; Mrazek y Haggerty, 1994; Durlak, 1995; Albee y Gulotta,
1997; Hosman y Llopis, 1999; Hosman, Llopis y Saxena, 2004).
En pro de la promoción y mejora de la salud mental, la
Organización Mundial de la Salud (2013) señala la necesidad de
implementar políticas y programas en el Gobierno y los sectores
empresariales, incluidos educación, trabajo, justicia, transporte, medio
ambiente, vivienda y bienestar, así como actividades específicas en el
campo de la salud, relacionadas con la prevención y el tratamiento de la
“mala salud”. Estas políticas de salud y asistencia social, así como la
puesta en marcha de medidas de prevención e intervención, deben estar basadas en la evidencia (Sobocki y col., 2006).
En 2016, la OMS inició una campaña conjunta con el Banco Mundial,
resaltando la trascendencia de la salud mental, así como los beneficios
económicos, sanitarios y sociales que aporta invertir en estos
servicios, con el fin de conseguir que la salud mental ocupe un lugar
prominente en el programa mundial de desarrollo, y promover una mayor
inversión en servicios de salud mental. Según argumentaban, a pesar de
representar una enorme carga sanitaria, social y económica, los trastornos de salud mental “continúan estando en la penumbra”, debido a una serie de obstáculos,
tales como el estigma, el financiamiento inadecuado, y/o la poca
preparación de los sistemas de salud, que impiden que los países aborden
el tema de la salud mental y le den la consideración que merece.
A este respecto, de acuerdo con lo expuesto por la Unión Europea en el Pacto Europeo por la Salud Mental y el Bienestar (European Pact for Mental Health and Wellbeing), existen varias necesidades no satisfechas que podrían explicar el resultado limitado de las formas actuales de prevención y tratamiento, tales como, la elevada prevalencia de pacientes deprimidos en entornos de atención médica “que no son debidamente diagnosticados” (se
estima que la falta de detección de síntomas afecta al 50% de los
casos), el estigma de la depresión y el suicidio, un acceso limitado a
programas de prevención para ciertas poblaciones y acceso
desproporcionado a servicios (a pesar de que un gran porcentaje de
pacientes depresivos puede tratarse eficazmente con la terapia adecuada,
el acceso a la misma -especialmente Psicoterapia- varía mucho de un
país a otro). Incide en la frecuencia de las largas listas de espera y la financiación limitada de Psicoterapias, las cuales, en algunos países, están disponibles principalmente en la práctica privada.
De forma específica, en este contexto de Atención
Primaria, la evidencia pone de relieve que la depresión es el problema
de salud mental más frecuente y relevante (Aragonés, 2001; Roca y col.,
2009): las personas con trastornos emocionales tienen más
probabilidades de acudir a consultas de AP que a servicios
especializados de salud mental (Coyne y col., 2002).
Dada la elevada prevalencia de este trastorno, los
expertos consideran imperativo realizar una mejor detección, prevención,
tratamiento y manejo del paciente, de cara a reducir la carga de la
depresión y sus costes (Sobocki y col., 2006). El punto de partida para
llevar a cabo un tratamiento adecuado es realizar un diagnóstico
correcto; sin embargo, existen dificultades en el diagnóstico de la
depresión que producen, en la práctica, pacientes no tratados o tratados
inadecuadamente (Lecrubier, 1998): según Coyne y col. (2002), hay entre
un 50-70% de pacientes con depresión mayor que no se detectan en este
primer nivel asistencial de la salud. En España, concretamente, se
estima que el 28% de los pacientes que padecen depresión mayor no son diagnosticados en Atención Primaria, si bien este porcentaje se reduce en las formas más graves de depresión (Aragonès y col., 2004).
Mejorar el diagnóstico de la depresión es el primer paso
para proveer un tratamiento adecuado pero, además, tal y como afirman
Cano-Vindel y col. (2012), son necesarios otros esfuerzos en cuanto a
adecuación del tratamiento en Atención Primaria que deben ir en la línea
de implementar tratamientos basados en la evidencia, siendo los tratamientos psicológicos una herramienta esencial.
En esta misma línea, la OCU ha venido insistiendo en la
necesidad de ofrecer una atención psicológica en Atención Primaria para
el tratamiento de trastornos mentales comunes como la depresión, la
ansiedad, o las somatizaciones, utilizando tratamientos validados por la
evidencia empírica, como el tratamiento cognitivo-conductual, y
prescindiendo, en lo posible, del “tratamiento habitual” con
psicofármacos. En opinión de la Organización, este sería un medio eficaz
de abordar el problema de forma temprana y mucho más eficiente (OCU, 2018).
No obstante, a pesar de la evidencia y de contar en la
actualidad con tratamientos que han demostrado ser eficaces para la
depresión (la mayor parte de ellos recogidos en guías clínicas
internacionales), estos tratamientos no están siendo utilizados de forma adecuada en los servicios de AP
(Cano-Vindel, 2012), y el tratamiento habitual en este primer nivel
asistencial es, mayoritariamente, el tratamiento farmacológico,
prescrito por los médicos de familia (Cuijpers y col., 2009, Verdoux y
col., 2014).
En este punto, resaltamos los datos de un estudio sobre
el uso de drogas sin prescripción médica en cinco países europeos, que
revelan que España y Suecia son los países con mayores tasas de consumo de hipnosedantes,
seguidos de Gran Bretaña y Dinamarca (Novak y col., 2016). Estas
conclusiones coinciden con los resultados de la última Encuesta sobre
Alcohol y Drogas en España 2017, que indica que los hipnosedantes con o sin receta médica son la tercera sustancia más consumida por los españoles,
por detrás del alcohol y el tabaco, un porcentaje que continúa siendo
muy elevado, pese a que parece haberse corregido la tendencia ascendente
de los últimos años en el consumo de esta medicación (MSCBS, 2018).
Todo ello evidencia no sólo el grave problema que
constituye el infradiagnóstico e infratratamiento en el manejo de la
depresión, sino también la imperiosa necesidad de optimizar los
servicios, mejorando su abordaje (Gabilondo y col., 2011; BPS, 2009;
Aragonès y col., 2004), bajo el prisma de una perspectiva psicológica y
social para lo que, de otro modo, se definiría como “problemas
estrictamente biomédicos” (Coyne y col., 2002).
Con este propósito, se viene desarrollando en España un proyecto piloto en la misma línea de Reino Unido: el ensayo clínico PsicAP
(Psicología en Atención Primaria), cuyo objetivo es comparar el
tratamiento psicológico frente al habitual de Atención Primaria para el
abordaje de los trastornos mentales comunes o alteraciones emocionales,
como la depresión, ansiedad, estrés y somatizaciones que presentan casi
la mitad de los pacientes.
Los resultados preliminares de este estudio han puesto de manifiesto una reducción de síntomas
(para los trastornos de ansiedad, la intervención psicológica es tres
veces más eficaz que el tratamiento habitual. En el caso de la
depresión, la eficacia es cuatro veces mayor), una recuperación de los
casos en torno a un 70% de los pacientes (3 veces más que con el
tratamiento habitual de Atención Primaria) y una disminución del consumo
de psicofármacos y la hiperfrecuentación a las consultas de Atención
Primaria.
Se espera que todos estos datos y recomendaciones basadas en la evidencia, contribuyan a cambiar las políticas sanitarias de salud mental,
incluyéndose de este modo las intervenciones psicológicas en la cartera
de servicios de sus Sistemas Nacionales de Salud, con el fin de ofrecer
un tratamiento de calidad, considerando la relación costes-beneficios.
Sirva como reflexión a todo lo anterior, los últimos datos presentados por la OECD con respecto al coste de los problemas de salud mental en toda Europa, y cuyas conclusiones ponen de manifiesto la trascendencia de emprender medidas inmediatas y eficaces de cara a paliar la grave (y creciente) situación actual -principalmente en nuestro país-.
Todas las referencias de este artículo pueden consultarse a través del siguiente enlace:
Dado
lo anterior, la UE insta a que se realicen más esfuerzos de prevención y
sensibilización en salud pública, abordando la depresión y el suicidio
como un imperativo de salud pública prioritario, incrementando y
mejorando la detección de la depresión y otros trastornos mentales en AP
(especialmente entre personas con condiciones físicas crónicas), mejorando el acceso al tratamiento de la depresión a través de una mayor disposición de Psicoterapias basadas en evidencia e impulsando una mayor concienciación sobre el suicidio.
Diferentes estudios han corroborado dichas carencias,
reclamando a su vez, cambios orientados a promover la colaboración entre
Atención Primaria y Salud Mental, como una tentativa fundamental para reducir la brecha actual en el tratamiento de los problemas mentales (UNICEF, 2011), y en aras de mejorar la asistencia psicológica (Gili y col., 2012; Calderón y col., 2016).
|